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Ofrenda funeraria


Por: Iván Thays

Un año con trece lunas es la película más personal, más extraña, más hermética (a pesar de todos los datos que sabemos de ella) del cineasta alemán Rainer W. Fassbinder. Es la despedida tristísima que compuso ante la muerte de uno de sus amantes, Armin Meier, de cuyo suicidio se sentía responsable. Una película dolorosa, oscura, en la que todos los elementos parecen ofrendas funerarias, incluso los más inofensivos: el libro de Schopenhauer que lee una monja; los juegos de video (tipo space invaders); el disco rayado de coros infantiles que escucha Erwin/Elvira (Volker Spengler); las figuras coloridas que cuelgan de los árboles donde cenan la esposa y la hija de Edwin/Elvira.
La película narra los cinco días finales en la vida del transexual Erwin, convertido en Elvira, desde la mañana que pierde a su último amante hasta su suicidio. Acompañado de una prostituta llamada Zora (protagonizada por la ex esposa de Fassbinder, Ingrid Caven), el transexual intenta armar el rompecabezas de su vida, que se inicia en el momento en que su madre lo deja en un convento cuando aún es un niño dulce, sigue tras su frustrada adopción, luego su relación adolescente con una mujer llamada Irene (Elisabeth Trissenaar) con la que tiene una hija, y finaliza con su amor por un hombre llamado Anton Saitz (Gottfried John), por el cual viaja a Casablanca para cambiar de sexo, sin que por ello pueda conseguir enamorarlo. Ahora, Antón Saitz se ha convertido en un hombre poderoso gracias a sus vínculos con la mafia, y hacia él se dirige Erwin/Elvira en una lucha por hallar el origen de su fracaso social y sentimental.

Aunque la película se plantea como una ficción realista, no es difícil descubrir cómo cada secuencia se asemeja cada vez más a una pesadilla, como si lo expuesto fuera no el reflejo de una realidad concreta sino un scanner que se pasea por el cerebro atormentado por el remordimiento de Fasbbinder. Algunas escenas son auténticas estaciones en el infierno, sin duda producidas por la fiebre interior del director: la visita al matadero, donde se degüellan cabezas de vaca mientras se escuchan unos versos de Goethe; el diálogo con un intelectual nihilista y ermitaño en el sótano de un alquiler de videojuegos; la visita a la monja que lo cuidó de niño y camina en círculos; la conversación con aquel sujeto que no dejaba de observar el piso del edificio del cual Antón Saitz lo había despedido hacía 17 meses; la extraordinario secuencia del suicidio de un hombre negro en un piso vacío del edificio de Saitz; el mismo Saitz, vestido de tenista, y su corte de guardaespaldas imitando los pasos de un video de Jerry Lewis. Incluso cuando la pelirroja Zora ve televisión haciendo zapping, la presencia espectral de unos melodramas enlazados con un documental sobre Pinochet parece una situación febril. En ese sentido, los críticos comentan que, pese a su genialidad, es una película excesiva, chocante. Así lo es y así lo asumió también Fassbinder, quien se siente tan responsable de ella que no le bastó tomar datos autobiográficos para el guión sino que, además, hizo todos los papeles que pudo desempeñar en ella: dirección, guión, fotografía, montaje y dirección artística.

Un año con trece lunas fue filmada por Fassbinder por una angustia existencial antes que por motivos artísticos: quería, a través de ella, rendirle homenaje a su ex amante y, al mismo tiempo, explicarse a sí mismo el suicidio del hombre que amó y luego abandonó. La primera respuesta aparece a lo largo de todo el argumento, pero es clara incluso en la primera escena, en la que Erwin/Elvira es golpeado por unos sujetos con los que pretendía ligar. A partir de entonces, todos los hombres a los que ama se aprovechan de ese amor para torturarlo con sadismo, como si fuera sencillo, hasta divertido, abusar de quien está neutralizado por el amor y la necesidad de afecto. La segunda explicación es astrológica y aparece en el título y en los créditos iniciales: cada siete años toca un año de la luna, y entonces las personas propensas al suicidio tienen más posibilidades de tomar la decisión fatal. Y si aquel año de la luna cae, por coincidencia, en un año con trece lunas llenas, la situación es aún más grave. 1978, el año en que se sitúa la película y en que muere su amante, es uno de esos años con trece lunas. La información concluye, además, como amenaza, o advertencia (¿advertencia para quién? supongo que para el mismo Fassbinder), que en 1992 se volverán a repetir esas circunstancias fatales. Pero Fassbinder no llegó a vivir aquel año de tan triste premonición porque murió en 1982, víctima de una sobredosis que le causó un infarto cerebral.

Película: Un año con trece lunas. Director: Rainer W. Fassbinder. 1978