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Un extenso álbum de familia


Por: Alexandra Sardonicus


Ebolusyon ng isang pamilyang pilipino (Evolución de una familia filipina, 2004) es uno de los proyectos personales más desconcertantes y logrados que he conseguido ver de cine independiente en esta década. También, sin duda, el más exigente para el cinéfilo que tenga la suerte de conseguirlo. Lav Díaz, su director, invirtió diez años de su vida en terminarlo, por lo cual no debe soprendernos su metraje (seicientos treinta minutos, por lo que en la exhibición en la que estuve hace un par de años, en Toronto, los organizadores debieron hacer tres recesos para que el atribulado público pudiera salir a comer algo). En el proceso de realización Díaz perdió a su mujer, a varios de sus amigos y todo el poco dinero que pudo ahorrar durante ese lapso. Cualquier concepto de obra total queda pequeño ante la ambición desplegada en esta cinta monumental, este Berlin Alexanderplatz del sudeste asiático donde todo concepto de cine estándar queda abolido desde el comienzo.

Eso sí, hay que tenerle paciencia. Ver esta película es como aprender a respirar: se debe tomar un ritmo, una cadencia interior que nos permita adaptarnos al espacio y al tiempo en el que Díaz sitúa su vasta narración. Y, como digo, esto no es sencillo, pues en medio del relato de pronto su atención puede posarse durante varios minutos en imágenes casi estáticas de granjas, complejos provinciales o barriadas abrasadas por el sol. O delectarse con la emisión casi completa de noticieros radiales o radionovelas que oyen absortos los campesinos protagonistas de su historia. Uno de los objetivos más evidentes de Díaz es hacernos sentir la realidad cotidiana de sus criaturas hasta en los más mínimos detalles, filtrando de una manera casi distraída elementos que nos van informando de la terrible realidad que el país está viviendo. Así, cuando estamos más allá de la mitad de la cinta, nos sentimos en medio de un gran fresco donde quedan magistralmente retratados los años más siniestros de la dictadura de Ferdinand Marcos: los de la ley marcial (1971-1986). Dentro de este auténtico microcosmos forjado por la constancia de arquitecto de Díaz es donde se desarrolla el tenue (pero sólido) hilo argumental del filme: la rocambolesca historia de la familia Gallardo, un clan de campesinos cuya vida cambia cuando uno de sus miembros, Hilda, una muchacha demente, es violada y asesinada. Años después, su hijo Raynaldo viaja hacia los bajos fondos de Manila para ajustar cuentas. Alrededor del drama de Raynaldo gravitan las historias de su hermano Kadyo, quien se sumerge en la mala vida, el robo y la cárcel, y de la abuela Puring, eje de la gran familia y que ha fundamentado su razón de ser en las tradiciones que se ve obligada a preservar. Las primeras horas de proyección, prácticamente circunscritas al mundo agrario, son aprovechadas por Lav Díaz para ambientar los trágicos enfrentamientos de la guerrilla contra las fuerzas de Marcos, la matanza de campesinos en los años ochenta –reforzada con material de archivo sin editar donde la cámara que no teme indagar en el horror- y sobre todo la vida de los campesinos, seres a los que Díaz muestra como parte de un mundo lento, sin apenas cambios, poco a poco infectados por la violencia que va llegando desde la ciudad para detener el avance de los focos subversivos. La realidad ralentizada que Díaz construye adquiere nervio y tensión precisamente en las escenas de violencia: el ritmo moroso en su delectación de los bellísimos paisajes de arrozales y montañas contrasta terriblemente con la denuncia política que va dominando la historia y la voz en off que nos narra de cuando en cuando detalles meramente generales. Porque Díaz, en lo específico, no se guarda nada. En tiempo casi real somos testigos de la vida provinciana en Filipinas durante los setenta: sus costumbres, sus desayunos y cenas, la preparación del café, los ritos religiosos cuasi paganos, la vida comunitaria, todo esto disgregado en el accionar indiferente de los varios personajes –hijos, abuelos, nietos, tíos- de la familia Gallardo, los cuales prácticamente nunca nos muestran algo parecido a un punto de vista: la cámara siempre está a respetuosa distancia de ellos. La insistencia de Díaz en trasgredir los límites entre vida y cine provoca que muchas de sus escenas, recargadas de variados personajes, fértiles e intrincados paisajes rurales, largas caminatas sin cesar entre pueblo y pueblo, no duren menos de doce o quince minutos cada una (¿Díaz será un alumno aplicado y exagerado de Miklos Jancsó? Quién sabe). No menos belleza y complejidad encierran las escenas nocturnas, en varios momentos meros juegos de luces y sombras donde el sonido del río, de las gentes que conversan y del susurro del campo en la madrugada consiguen un efecto casi hipnótico en el espectador.

Las últimas horas consiguen el objetivo de aplicar en la historia de la búsqueda de venganza de Raynaldo la metáfora de la búsqueda del “alma nacional” que según Díaz se desvaneció, o por lo menos menguó, durante la dictadura filooccidental que saqueó y reprimió durante tres décadas a las Filipinas. Esa madre insana, ultrajada y muerta no es más que la patria donde Lav nació –precisamente en una aldea de campesinos, en 1958-, donde creció en medio de la pobreza extrema y la guerra civil, donde padeció la represión política de Marcos a su llegada a la capital y donde aprendió que el cine era la mejor manera, en un país como el suyo, de poder ejercer la necesaria transgresión a lo permitido por el Gran Ladrón de Manila y su estrambótica consorte. No es gratuito, entonces, que en medio de las transmisiones de las telenovelas a las que la familia de Raynaldo se hace adicta, cambiando el dial de pronto se encuentren con una entrevista a Lino Brocka, el gran cineasta filipino del siglo XX, autor de Manila en las garras del neón, que tuve la suerte de ver hace algunos años: un drama turbador situado en los barrios miserables que circundan la capital cuyo tratamiento la convierte en una verdadera joya expresionista. Ese homenaje al maestro es a la vez parte del espíritu documental de Ebolusyon…: la verdadera voz de uno de los pocos intelectuales que se opusieron a la tiranía (y de paso, el primer filipino que consiguió exhibir sus películas en Cannes).

Bastante más complicado es explicar su enmarañada estructura. Además de no ser lineal, es tal la confusión entre documental y ficción, fragmentos al estilo de los musicales hindúes y cine social, alegoría y realidad, que seguir a cabalidad todas las líneas narrativas, puntos muertos, historias paralelas y nudos se antoja una tarea poco menos que titánica, como seguir lápiz en mano los avatares técnicos de una novela de Faulkner. Quizá esta dificultad convierta la visualización de Ebolusyon en una experiencia poco ortodoxa de ver cine. Quizá esta sea una película hecha para ver de cuando en cuando, con el televisor encendido durante todo el día, picando de tanto en tanto sus largas, minuciosas escenas que pueden exasperarnos o hacernos perder el aliento; todo depende de la situación personal en que estemos frente a la imágenes que Díaz sin inmutarse nos entrega, una tras otra. Y no sé exactamente cual habrá sido la mía aquel día que la vi, durante todo el día y buena parte de la noche, pero no me quedan dudas de que, con Shoah de Lanzmann, Ebolusyon… es una de las experiencias más radicales que he vivido como espectadora, y uno de los documentos políticos más contundentes en lo que va del siglo.


Película: Evolución de una familia filipina. Dirige: Lav Díaz. 2004