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El corazón secreto del preso


Por: Luis Hernán Castañeda

Yol-El camino del turco Yilmaz Güney fue filmada a distancia en 1982, mientras el director se encontraba en la cárcel y sólo era capaz de enviar instrucciones para que otros le dieran vida a su película. La historia se desarrolla en el contexto de una Turquía tradicional, profundamente musulmana y rural. Un grupo de presos recibe permiso para salir de la cárcel durante una semana y visitar sus hogares. La cámara los sigue de tren en tren, y de ciudad en ciudad, a través de un país pobre y militarizado, hacia sus destinos particulares y dispersos. Uno de ellos es retenido en un control policial por haber perdido su permiso de salida; otro llega a ver a su esposa y a sus dos hijos, pero es recibido por el odio cerrado de la familia política, que lo culpa de haber permitido el asesinato del hermano de su esposa; el tercero sufre un destino similar, pues durante su ausencia su esposa se ha hecho prostituta, y la familia, en castigo, la mantiene brutalmente encerrada en un corral, junto a los animales. El segundo preso logra huir con su esposa y sus hijos, pero es alcanzado en un tren por un muchacho, sobrino de la esposa, que saca una pistola en mitad de la noche y los asesina: a él por su cobardía, a ella por traicionar a la familia.

El destino del tercer preso es motivo de una gran escena, una de las más poderosas que he visto en mi vida. No se trata de una crítica a las costumbres brutales de un pueblo cruel, sino de una exposición honesta, visualmente magnífica - incluso lírica -, de las dramáticas consecuencias de esas costumbres sobre un puñado de seres humanos que las sufren al extremo. Para llegar al hogar de su esposa, el tercer preso ha tenido que subir una montaña nevada y atravesar una ventisca. Una vez en la alejada localidad, lo conducen hasta la prisión de su mujer, quien, rodeada de animales, acepta tranquilamente su culpa y le confiesa que ha estado esperando a su esposo para que la castigue, es decir, para que le quite la vida: un desenlace natural, que el padre de la cautiva admite y promueve con clara conciencia del deber. El preso sabe que le corresponde sacrificar personalmente a la prostituta; se trata de una mala mujer, un ser diabólico que ha deshonrado a la familia y que debe ser tratado con un justo desprecio. En realidad, su muerte es una obligación que él debe cargar, pero siempre existe la posibilidad del perdón. Una madrugada, el preso parte nuevamente, acompañado por su esposa y su hijo. Los tres juntos vuelven a atravesar el paisaje nevado, y encuentran el cadáver de un caballo que murió en la ventisca. La imagen es nítida: mientras el padre y el hijo caminan adelante, la mujer va detrás, y vestida con ropas muy delgadas a pesar del frío intenso. En determinado punto, la mujer cae al suelo, exhausta y congelada, y ve que su familia se aleja sin detenerse. Entonces, empieza a llamar a su esposo, le ruega a gritos que, a pesar de sus pecados, no la abandone a los lobos y a las aves de rapiña. El preso pretende no escucharla, y sigue resueltamente hacia adelante; hasta que el niño le pide que ayude a su madre, y sólo entonces el preso vuelve por ella.

Se ve obligado a cargarla. Ella, agradecida, trepa sobre su espalda como un jinete moribundo, y le promete que será su esclava fiel. Avanzan un trecho, hasta que ella pierde la conciencia, y se suelta. En ese momento, el preso se da cuenta de que, si la mujer se queda dormida, morirá sin duda alguna. Y la conciencia de esta amenaza, que hasta entonces no se le había presentado con verdadera urgencia, lo ablanda en el último instante, vulnera su rencor y despierta una compasión desgarrada: desesperado, se quita el cinturón y empieza a azotar el cuerpo inerte de su esposa, para que no se duerma. La azota con furia, con deseo de venganza, pero también con piedad y amor; ella no despierta. El niño, que se había quedado adelante, corre hasta ellos y, por orden del padre, coge el cinturón: mientras el preso trastabilla con la mujer sobre su espalda, el niño corre detrás, evitando tropezar, y azotando a su madre con toda la fuerza de la que es capaz. Aquí, la cámara se aleja, ofreciendo una panorámica de una llanura blanca, poblada exclusivamente por tres extraños seres que avanzan, tambaléandose, lejos del frío, del viento y de la muerte.

En una película bella y atroz como Yol- el camino la cruda grandeza de esta escena tiene un momento esencial. Sucede una vez que la madre ha caído al piso y grita para que vengan a rescatarla, mientras el padre se niega a escucharla y camina dejándola atrás. Sólo cuando su hijo le pide que regrese, él se decide a regresar. Las palabras del niño son persuasivas, pero desentonan ligeramente en el contexto sombrío de la escena, pues son dichas con cierta lógica maliciosa: le dice que si en realidad no no hubiera querido salvarla, la habría dejado en la casa paterna, donde sin duda alguna habría encontrado la muerte en manos de su propio padre, símbolo pétreo de la ley y la religión. De esta manera, el niño penetra en el corazón secreto del preso, cuya rigidez termina cediendo al final, aunque ya demasiado tarde: cuando llegan al hospital, la mujer ha perdido la vida.

Película: Yol- El Camino. Dirige: Yilmaz Güney. 1982