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El fuego lo amamantó (III)


Última parte del artículo de Joel Calero sobre Kusturica

3. Tugurio y turbulencia gitana

Es cierto que Kusturica, como Fellini, es un autor dionisíaco y tumultuoso, pero este rasgo debe rastrearse en su imaginación desbordada y en su particular concepción del cine, mas no en el proceso de su puesta en escena, deliberadamente apolíneo y maniaticamente puntillista.

La primera visión de Tiempo de Gitanos produce aturdimiento y la sensación de haber presenciado un caos mayúsculo que no procede, por cierto, de su argumento, mas bien lineal y fácilmente segmentable: Perhan, joven gitano que pretende infructuosamente desposar a una muchacha cuya madre lo desprecia por pobre, acaba incorporándose en una mafia de traficantes de niños y mendigos por el imperativo de sanar a su pequeña hermana Danira. No es, pues, allí donde radica la legítima impresión de desorden presenciado, sino en la multiplicidad simultánea de sus significantes.

En primer lugar, debe destacarse el acierto de haber recurrido a ese barroquismo espontáneo y descuidado con el que la miseria y la urgencia escenografian su entorno inmediato, mediante la acumulación desidiosa de objetos maltrechos y de colores estridentes. Rasgo que, por cierto, puede encontrarse en cualquier urbe pauperizada, como en nuestros pueblos jóvenes o en los caseríos serranos que viven al margen de cualquier pretendida globalización. Kusturica incorpora toda esa natural y elaboradísisma escenografia, pero la potencia además con una cámara que obsesivamente incorpora en su encuadre esos focos desnudos que chisporrotean luz amarilla y que acaban denotando su inserción primaria en los espacios que habitan. Analizando la presencia en nuestros predios de esa similar estética del foco “calato”, Willy Nugent ha señalado acertadamente que representa la incapacidad para gobernar y delimitar las zonas y rumbos de la propia existencia, atareada no en la vida, sino solo en la mera supervivencia.
Pero, además, Vilko Filac, su talentoso cameraman y director de fotografía, continúa su labor de enturbiar su encuadre y nuestra visión mediante la presencia insistente del pavo de Perhan o de esos gansos u ocas que deambulan, con libertad y omnipresencia, por el pueblo y por el cuadro fílmico. Por otra parte, los personajes frecuentemente son entrevistos a través de ventanas sucias, tules, la lluvia insistente o planos cerrados en los que se filtra, gracias al teleobjetivo, el perfil difuminado de algún objeto medianamente próximo. Y, como si ya no hubiera suficiente interferencia, en el galpón miserable en el que Ahmed ha establecido su villa miseria, las luces de los avisos publicitarios, incluso en los primeros planos, no dejan de iluminar y oscurecer intermitentemente los terceros términos. De tantos y tan deliberados rasgos de estilo es que deriva, naturalmente, esa vasta impresión de alboroto visual.
Agreguemos que la noción de ruido y perturbación no solo atañe a la imagen, sino que también en lo acústico se ha trabajado ese significado. Los personajes de Tiempo de Gitanos casi no hablan: gritan. Su dicción y su prosodia es áspera, tumultuosa, enfática y reiterativa; sus ademanes, rudos y toscos; y los golpes y empellones son su manera habitual de interrelacionarse físicamente.
El registro de los exteriores, como en el primer plano secuencia del filme, celebra la confusión natural del fango y el barro donde se arrastran cortejos, animales y la vida misma. Las frágiles casuchas lucen cotidianamente sus inmensas hileras de ropa tendida, propicias para travellings paralelos que las recorren en medio de trastos viejos, desperdigados por aquí y por allá. Durante las fiestas, las serpentinas y cadenetas multicolores se agregan al encuadre, confundidas con los danzantes ebrios que, como en Undergrond, avanzan en ruidosas comparsas.
En suma, todo en este filme evidencia la intención de proporcionarnos una visión y una audición de lo multiforme, lo ruidoso y lo abigarrado que acompañan con acierto el similar proceso de deterioro moral de su personaje principal, Perhan.

4. La orquestación del desenfreno

Si los personajes de Kusturica son ya naturalmente propensos al exceso y al desborde emocional, la irrupción de la música suele conducirlos a un estado de exaltación y desborde frenético en el que se confunden, mordiéndose mútuamente la cola, dolor y liberación. Mas aun cuando, como casi siempre, ese desborde accionado por la música está acompañado de excesos alcohólicos. También ahora, en la escena del matrimonio de Papa se fue... , encontramos una secuencia predecesora: Zijo, el cuñado de Mesa responsable de su destierro, intenta reconciliarse con su hermana. Al ser rechazado, se dedica a secar, copa tras copa, una botella de brandy. Ebrio ya, coge la botella, la acuesta frente a sí, entrecierra los ojos, entona con pasión estentórea las letras de una canción popular eslava y, de pronto, descerraja un potente frentazo sobre la botella.
Sin embargo, es en Tiempo de Gitanos y en Underground donde, de modo más conciente y estilizado, el cineasta bosnio ha incorporado la música a una categoría de figurante dramático y no solo de mero reforzador acústico. No resulta casual, por eso, que en ambas películas haya recurrido a tratamientos casi idénticos en dos escenas claves que vale la pena recordar.
En Tiempo de Gitanos, Perhan, el joven gitano que ha regresado a su pueblo para descubrir que su prometida ha sido violada y embarazada por su tío, se dirige a una cantina para expiar su dolor; en Underground, Blaky, luego de una elipsis de tres años, se dispone a celebrar el cumpleaños de su hijo Jovan en lo que es también el tercer aniversario de la muerte de su esposa. Ambas escenas empiezan de modo idéntico: en un primerísimo primer plano de espaldas, Perhan y Blaky, respectivamente, giran para mostrar frontalmente a la cámara sus rostros ebrios y desencajados, mientras van avanzando, con los ojos entrecerrados, en medio del ritmo reiterativo y atonal de las bandas y orquestas populares que han contratado y que obedientemente los siguen, aturdiéndolos e incrustándoles las trompetas en los oídos para catalizar el desembalse emocional.
Pero lo que singulariza la visión del cineasta bosnio es que la expiación del sufrimiento no es lastimosa como podría serlo, por ejemplo, en una vorágine de bolero y alcohol, sino que, por el contrario, la exudación del dolor es también el momento de la asunción del valor, la reconección con las tensiones íntimas de sus protagonistas para renacer con renovada energía. Por eso, a la coreografía de brazos que se elevan en gesto solemne y épico, suele sucederle actos como los de coger una botella para estrellársela en la cabeza en un acto que no es -o no solamente- autocastigo sino, básicamente, enardecimiento, guapeo.
Por cierto, esta última palabra seguramente le agradaría al cineasta bosnio, tan empeñado en subrayar las singularidades étnicas en sus fabulaciones sin que por ello devengan en meras ilustraciones realistas. Una de las acepciones de guapeo es bastante conocida por nuestra etnografía musical centro andina. En medio de las comparsas de huaylarsh, los danzantes andinos, mientras van bailando, también ebrios y desaforados, lanzan sus guapidos, algo así como gritos jubilosos, de reto y éxtasis, que son su manera de darse bríos, de sentirse altivos, indómitos. Exactamente lo mismo es lo que sugiere el loco-borrachín de Tiempo de Gitanos que, en una especie de prólogo al filme, nos cuenta un mito étnico que refiere que Dios, cuando bajo a la tierra, no pudo dominar a los gitanos y que, por eso, se volvió al cielo.
Pero esta expresión de caracter no es sino una de las muchas afinidades que emparentan ciertos aspectos del cine de Kusturica con nuestro universo andino rural que, como otras culturas, ha sintetizado culpa católica y paganismo en una amalgama muy particular para el que algunos cineastas eslavos parecen ser muy sensibles, como el mismo Kusturica, Tarkovsky o Paradjanov que, en su memorable Sombras de Fuego, ha logrado también transmitir esa mirada densa y áspera sobre esos universos donde el éxtasis y la tragedia se abrazan con naturalidad.

Digámoslo de una vez: como en los psicodramas de Cassavettes, aunque de modo radicalmente distinto, los personajes de Kusturica se reconocen en la pulsión, el afiebramiento y la ebriedad, pero no la de la embriaguez, moderada y sensual, sino en la de la borrachera, carnavalización trágica y sudorosa con la que se reinventa -y se destruye- el mundo.

(Fin del artículo)

Al final, justo al final, ni más ni menos, estaba el acápite que estaba esperando y que veía aparecer nunca, el hilo finísimo que lo une a Cassavettes.

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