Tuesday, August 29, 2006

Ofrenda funeraria


Por: Iván Thays

Un año con trece lunas es la película más personal, más extraña, más hermética (a pesar de todos los datos que sabemos de ella) del cineasta alemán Rainer W. Fassbinder. Es la despedida tristísima que compuso ante la muerte de uno de sus amantes, Armin Meier, de cuyo suicidio se sentía responsable. Una película dolorosa, oscura, en la que todos los elementos parecen ofrendas funerarias, incluso los más inofensivos: el libro de Schopenhauer que lee una monja; los juegos de video (tipo space invaders); el disco rayado de coros infantiles que escucha Erwin/Elvira (Volker Spengler); las figuras coloridas que cuelgan de los árboles donde cenan la esposa y la hija de Edwin/Elvira.
La película narra los cinco días finales en la vida del transexual Erwin, convertido en Elvira, desde la mañana que pierde a su último amante hasta su suicidio. Acompañado de una prostituta llamada Zora (protagonizada por la ex esposa de Fassbinder, Ingrid Caven), el transexual intenta armar el rompecabezas de su vida, que se inicia en el momento en que su madre lo deja en un convento cuando aún es un niño dulce, sigue tras su frustrada adopción, luego su relación adolescente con una mujer llamada Irene (Elisabeth Trissenaar) con la que tiene una hija, y finaliza con su amor por un hombre llamado Anton Saitz (Gottfried John), por el cual viaja a Casablanca para cambiar de sexo, sin que por ello pueda conseguir enamorarlo. Ahora, Antón Saitz se ha convertido en un hombre poderoso gracias a sus vínculos con la mafia, y hacia él se dirige Erwin/Elvira en una lucha por hallar el origen de su fracaso social y sentimental.

Aunque la película se plantea como una ficción realista, no es difícil descubrir cómo cada secuencia se asemeja cada vez más a una pesadilla, como si lo expuesto fuera no el reflejo de una realidad concreta sino un scanner que se pasea por el cerebro atormentado por el remordimiento de Fasbbinder. Algunas escenas son auténticas estaciones en el infierno, sin duda producidas por la fiebre interior del director: la visita al matadero, donde se degüellan cabezas de vaca mientras se escuchan unos versos de Goethe; el diálogo con un intelectual nihilista y ermitaño en el sótano de un alquiler de videojuegos; la visita a la monja que lo cuidó de niño y camina en círculos; la conversación con aquel sujeto que no dejaba de observar el piso del edificio del cual Antón Saitz lo había despedido hacía 17 meses; la extraordinario secuencia del suicidio de un hombre negro en un piso vacío del edificio de Saitz; el mismo Saitz, vestido de tenista, y su corte de guardaespaldas imitando los pasos de un video de Jerry Lewis. Incluso cuando la pelirroja Zora ve televisión haciendo zapping, la presencia espectral de unos melodramas enlazados con un documental sobre Pinochet parece una situación febril. En ese sentido, los críticos comentan que, pese a su genialidad, es una película excesiva, chocante. Así lo es y así lo asumió también Fassbinder, quien se siente tan responsable de ella que no le bastó tomar datos autobiográficos para el guión sino que, además, hizo todos los papeles que pudo desempeñar en ella: dirección, guión, fotografía, montaje y dirección artística.

Un año con trece lunas fue filmada por Fassbinder por una angustia existencial antes que por motivos artísticos: quería, a través de ella, rendirle homenaje a su ex amante y, al mismo tiempo, explicarse a sí mismo el suicidio del hombre que amó y luego abandonó. La primera respuesta aparece a lo largo de todo el argumento, pero es clara incluso en la primera escena, en la que Erwin/Elvira es golpeado por unos sujetos con los que pretendía ligar. A partir de entonces, todos los hombres a los que ama se aprovechan de ese amor para torturarlo con sadismo, como si fuera sencillo, hasta divertido, abusar de quien está neutralizado por el amor y la necesidad de afecto. La segunda explicación es astrológica y aparece en el título y en los créditos iniciales: cada siete años toca un año de la luna, y entonces las personas propensas al suicidio tienen más posibilidades de tomar la decisión fatal. Y si aquel año de la luna cae, por coincidencia, en un año con trece lunas llenas, la situación es aún más grave. 1978, el año en que se sitúa la película y en que muere su amante, es uno de esos años con trece lunas. La información concluye, además, como amenaza, o advertencia (¿advertencia para quién? supongo que para el mismo Fassbinder), que en 1992 se volverán a repetir esas circunstancias fatales. Pero Fassbinder no llegó a vivir aquel año de tan triste premonición porque murió en 1982, víctima de una sobredosis que le causó un infarto cerebral.

Película: Un año con trece lunas. Director: Rainer W. Fassbinder. 1978

Pop Corn: respetablemente


Sam Loomis (John Gavin): Quiero verte en cualquier situación, incluso respetablemente.
Marión Crane (Janet Leigh): ¡Oh Sam!, dicho así, parece que lo respetable sea pecado.

Psicósis (1960). Dirige Alfred Hitchcok

FUENTE: Cinépatas

Sunday, August 27, 2006

¿Me recuerdas?


Por: Iván Thays

La opera prima del cineasta danés Christoffer Boe es Reconstrucción (titulada erroneamente Reconstrucción de un amor en España), una indagación que podría calificarse, sin duda pomposamente, como "metafísica" sobre la naturaleza del amor. Alex (Nikolaj Lie Kaas) conoce a Aimee (Maria Bonnevie) en un bar en Cophenague. Ambos están comprometidos: Alex con Simone (interpretada por la misma Maria Bonnevie) y Aimee con el exitoso escritor August Holm (Krister Henriksson), quien ha llegado con ella a la ciudad para asistir a unos eventos literarios y pretende aprovechar el viaje para concluir la redacción de una novela. Luego del primer encuentro en el bar, los desconocidos van a la habitación del hotel que comparte Aimee con August -aprovechando que éste no llegará a dormir- y hacen el amor. Luego, retrocede un poco la historia y sabemos que el encuentro aparentemente casual no lo fue tanto: viajando en un metro junto a Simone, a quien considera el amor de su vida, Alex ve a Aimee levemente -incluso le toma de modo furtivo una fotografía- y no puede soportar perderla para siempre, baja detrás de ella y la sigue hasta el encuentro en el bar, aunque para eso debió dejar a Simone desconcertada y sola en su asiento en el metro. Por otra parte, al regreso August descubre las pruebas de la infidelidad -un encendedor, la frase que concerta una cita- de su esposa y empieza a sentir el dolor que anticipa la pérdida.
De pronto, con el amanecer la película da un giro de 180 grados. Alex pretende ingresar a su departamento sin éxito, porque carece de puerta. Intrigado, busca ayuda en su entorno, pero ni su vecina, ni una pareja de amigos, ni su padre ni la misma Simone lo recuerdan. ¿Qué ha sucedido? Súbitamente, deja de tener identidad para todos, se vuelve un desconocido, y por ello se aferra al recuerdo -mucho más reciente- de la mujer del bar. Acude a la cita y se encuentra con ella. Aimee no parece recordarlo tampoco, aunque él no logra saber si es parte del juego de seducción (en el bar, ella fingió conocerlo de manera coqueta, incluso lo inquirió por llegar tarde a la "cita") o de su nueva realidad como hombre sin pasado.

Armada de interesantes recursos técnicos así como visuales (que incluyen efectos con zoom, filtros de color, ralentizaciones), la película nos interna en una serie de preguntas sobre la naturaleza del amor o, en particular, del fracaso sentimental. Alex tiene 24 horas para resolver un rompecabezas especialmente complejo porque tiene una regla única: no puede dudar. Una sola pieza fuera de su sitio implicará el fracaso. "Si él duda, ella desaparecerá" escribe August en su novela, y sabemos que se refiere lo mismo para la Simone del metro como la Aimee del bar, la relación dudadera o la esporádica, el pasado o el seductor futuro. Da lo mismo: simplemente, no dudes. Parece sencillo pero no lo es. Debemos entender que el amor tiene que ver con la identidad: amamos porque nos reconocemos en el otro. Al fin, el objeto amado es un recipiente que guarda nuestra identidad. Sin él, nos desconoceríamos. Y si en algún momento queremos perderlo, abandonarlo, debemos desconocernos antes (una idea que seguro podría animar una novela de Vila Matas). Frases de folletín como: "acuérdate de mí" o "sin ti no soy nada" adquieren en la película de Boe un sentido distinto, profundo, cuestionador. No es solo Alex, sin embargo, quien pretende resolver el acertijo. También August lo intenta, con las armas de la inteligencia y el pensamiento -describe en su novela la odisea que vemos en la película, lo que le da un nuevo giro a la película- antes que con la de la pasión improvisada e intuitiva como Alex. Sin embargo, el resultad es el mismo: ambos terminan conociendo el pozo profundo de dolor que implica perder a alguien a quien amamos. Los críticos han señalado que el principal acierto de Boe es hacer verosímil, en medio de esta fábula kafkiana, tanto el dolor físico y el dolor espiritual. Por eso, cuando al final de la película el narrador en off -que podría ser la voz que brota de la novela de August- dice: "lo que hemos visto es una película, una reconstrucción, pero igual duele", estamos seguros de cuál es el objetivo principal de Boe al desordenar estas piezas y seducirnos para que seamos nosotros los que las reconstruyamos. Y también entendemos que ese objetivo está absolutamente logrado.

Película: Reconstrucción. Director: Christoffer Boe. 2003

Wednesday, August 23, 2006

Un escándalo conmovedor

Por: Luis Hernán Castañeda

Ver ¿Dónde está la casa de mi amigo?, una película del director iraní Abbas Kiarostami, terminó produciéndome un escándalo conmovedor. Lo escandaloso vino de la asombrosa sencillez del argumento, que, contado en pocas palabras, podría parecer de un minimalismo exagerado, empobrecido; lo conmovedor está en la manera como una historia de esa aparente chatura, logra, desde el principio, alzar un vuelo lírico que sobrecoge, imponer una atmósfera extrañada de cuento de hadas, y sumergirse sin esfuerzo visible en el mundo infantil de Ahmad, su pequeño protagonista. El argumento de “¿Dónde está la casa de mi amigo?” (1987) está contenido en su título: en un pueblo rural de Irán, Ahmad regresa a su casa después del colegio y descubre que se ha llevado por error el cuaderno de su compañero Mohamed, quien ha sido amenazado con la expulsión si deja de hacer la tarea una vez más. Para evitar este horrible destino, Ahmad se escapa de su casa y emprende una larga búsqueda, porque el niño está decidido a encontrar la casa de Mohamed para devolverle el cuaderno, aunque no sabe su dirección. Acompañamos a Ahmad a través de las callejuelas empredadas de su laberíntica aldea, lo escuchamos preguntar aquí y allá por la casa de su amigo sin obtener respuesta, lo vemos interactuar incansablemente con muchos adultos que, con una sola excepción, nos parecen seres opacos, ignorantes y absurdos que nunca aciertan a dar una respuesta, hasta que llega la noche y el nombre de Mohamed, de tanto haber sido repetido en ausencia de su dueño real, adquiere una sonoridad espectral, un eco de mito. Por último, Ahmad regresa a su casa sin haber encontrado al amigo, y se acuesta sin cenar, culpable y derrotado. La última escena de la película se desarrolla al día siguiente, en la escuela: mientras el profesor se acerca ominosamente a la carpeta de Mohamed, que agacha la cabeza anticipando su castigo, Ahmad irrumpe en la clase y le entrega a su amigo, triunfal y luminosamente, la tarea hecha.

Esta película de Kiarostami me recordó inevitablemente un cuento de Ribeyro, “Sobre las olas”. Ambas son historias de niños, contadas desde el punto de vista de un niño además, que plantean conflictos de gravedad distinta pero cierran con finales de maravillosa alegría ingenua. El cuento de Ribeyro narra un encuentro con la amenaza de la muerte, mientras que la película de Kiarostami propone una tragedia mínima, casi invisible desde una perspectiva adulta, que sólo descubre su terrible profundidad si imaginamos sus efectos en el mundo infantil. Para Ahmad, salvar al amigo de la expulsión es un acto de nobleza espontánea, una muestra de heroísmo inocente y gratuito que nace fácilmente, una respuesta natural al gran conflicto escondido en un simple cuaderno de tareas. El apremio de Ahmad, la desesperación que crece a medida que pasan las horas sin encontrar la dirección de Mohamed, su profunda necesidad ética de actuar (desobedeciendo a su madre y escapando de casa incluso) para evitar una catástrofe cuya inminencia acelera su corazón, sólo son comprensibles una vez que el espectador ha penetrado de lleno en el universo del niño, una vez que ha dejado de ser adulto para descubrir, en compañía de Ahmad, esa extraordinaria empatía que le permitirá valorar la importancia de una aventura que podría haber sido banal.

Me he preguntado si esta extraordinaria comunicación entre personaje y espectador se apoya en razones puramente cinematográficas, si responde a la creación de una realidad viva a través de los medios que ofrece el cine, y mi respuesta ha sido negativa. Si la barrera entre el espectador y Ahmad se ha roto con esa increíble facilidad se ha debido, centralmente, a una virtud del argumento mismo, a un mérito de la narración: la perfecta coherencia en el respeto al punto de vista infantil, que se despliega frente a nosotros con una fluidez sin fisuras, y nos obliga, sin darnos cuenta, a asumirlo, a verlo todo a través de los ojos de Ahmad, y a redescubrir el mundo adulto como un reflejo de nosotros mismos, ajeno y familiar al mismo tiempo.

Película: ¿Dónde está la casa de mi amigo? Director: Abbas Kiarostami. 1987

Wednesday, August 16, 2006

Siete trompetas

Por Oscar Pita-Grandi

"A mediados del siglo XIV Antonius Block y su escudero, después de largos años en las Cruzadas en Tierra Santa, han retornado finalmente a su Suecia querida; una tierra devastada por la Plaga Negra.”

Ingmar Bergman es un cineasta que cursó estudios universitarios en Literatura e Historia del Arte; de ahí el aliento literario de “El Séptimo Sello” (Suecia, 1956), incluso desde el inicio, en esta brevísima y enigmática introducción que leemos líneas arriba. Suecia, un país nórdico con sol a media noche, ha producido cine desde finales del siglo XIX. Es decir, las películas suecas y sus directores, que apreciamos en el siglo XX (más a partir del cincuenta que a principios de los veinte), son hijos de aquella tradición que sustentaba su estética cinematográfica en la armonía de tres expresiones: Literatura-Teatro-Fotografía. Y Bergman no es ajeno a ella. Antes de incursionar en la pantalla grande, Bergman ya había dirigido importantes piezas teatrales (Shakespeare era uno de sus favoritos). Del mismo modo, pero como actor, su alter-ego Max von Sydow, era reconocido en las tablas escandinavas. Recién en “El Séptimo Sello” debutaría con Bergman y se convertiría desde entonces en su actor fetiche, a quien le tocaba plasmar para nosotros, las motivaciones e incógnitas del director.
En “El Séptimo Sello”, aparentemente la Plaga Negra quedaría sustentada poco después, para el espectador y no así para Antonius Block, en la lectura para sí de un pasaje bíblico que llega también a oídos nuestros: “Cuando el cordero abrió el séptimo secreto, un silencio invadió el cielo por cerca de media hora. Entonces vi siete ángeles delante de Dios, y a ellos les fueron dadas siete trompetas”. Antonius Block (interpretado por quien mejor leía los silencios de Bergman, Max von Sydow) estaba atribulado por cuestiones existenciales (las mismas que perseguía la mente del director, quien como Antonius, discutía la existencia de Dios y requería de respuestas a preguntas que venían repitiéndose en su interior, agobiándolo. Bergman mostraría sus preocupaciones metafísicas y existencialistas a lo largo de toda su filmografía; pero Antonius Block (el protagonista) no disponía de tanto tiempo como Bergman pues La Muerte lo aguardaba para darle jaque-mate).
Una antigua creencia sueca reza que los nacidos en día domingo poseen cualidades especiales en el mundo de la imaginación. Éstos podrían ver lo que otros no. Ingmar Bergman también sentía curiosidad por este tipo de mitos populares. Así, las visiones que tiene el artista ambulante en “El Séptimo Sello”, no vienen de gratis. Primero, ve en el monte a la Virgen María enseñando a un niño a caminar. Y mucho después, una vez hecho amigo de Antonius Block, logra ver lo que sólo podía ver el mismo Antonius: La Muerte, sentada frente a él, en una avanzada partida de ajedrez que había comenzado hacía mucho, cuando Antonius Block (fatigado por un largo recorrido a caballo desde Tierra Santa hasta Suecia) se hallaba reposando en una playa desolada, aparentemente apesadumbrado junto a un tablero de ajedrez dispuesto. La enhiesta y pálida muerte, vestida de luto en monástico atuendo, se le presentó entonces a invitarlo a jugarse la vida en esa partida.

Película: El séptimo sello. Director: Ingmar Bergman. 1957

Pop corn: el sastre


Charles Pike (Henry Fonda): Muchos hombres eligen mejor a sus sastres que a sus esposas.

Lady Eve (Barbara Stanwyck): Quizá por eso se visten tan mal.

The Lady Eve, (1941) dirige Preston Sturges
FUENTE: Jácaras reales

Tuesday, August 15, 2006

Minas y sueños personales


Por: Luis Hernán Castañeda

Algunas películas, y también algunos libros, tienen un mérito especial: el de imprimir en lectores y espectadores el recuerdo imborrable de un momento esencial, único, que destaca sobre todos los demás y los contiene y simboliza, hasta convertirse en la cifra del conjunto total: su aleph particular, fulgurante, compacto y denso.
Es lo que sucede en A las cinco de la tarde, película de Panj é asr de Samira Makmalbaf.
La historia está situada en Afganistán después de la caída del régimen talibán, y su protagonista es Nogreh, una chica que debe lidiar con el fanatismo religioso de su padre y con sus propias esperanzas, ingenuas y profundamente honestas, de convertirse en presidenta para resolver los problemas de un país destruido por la guerra. La película tiene un claro trasfondo político, de lucha democrática en busca de la igualdad entre géneros, que está perfectamente equilibrado con la densidad humana de sus personajes; sobre todo Nogreh, pero también el joven poeta que la corteja y la ayuda, con ironía y sinceridad, en su sueño de convertirse en presidenta. Mientras el padre de Nogreh se queja de que la blasfemia está en todas partes tras la caída de los talibanes, la chica asiste a escondidas a una escuela laica donde las mujeres pueden quitarse el velo y hablar en voz alta. Una de las compañeras de Nogreh, que alimenta también una solidaria ambición política, es una niña de anteojos redondos que ha perdido a su familia entera, y que propugna la reconciliación por encima del castigo a los culpables de las sucesivas masacres, que constituyen el telón de fondo de la vida cotidiana.

El momento que quiero recordar ocurre después de que la niña con anteojos pierde la vida, a causa de una mina que estalla en plena calle. Cuando Nogreh se entera de la noticia, se encuentra en plenas gestiones para convertirse en presidenta, en el contexto de una ciudad en escombros: acompañada por el poeta, entrevista a un soldado francés para averiguar si su presidente es hombre o mujer, y para saber qué dicen los presidentes para que el pueblo los quiera y vote por ellos; más tarde, se somete a una sesión de fotos con un fotógrafo callejero, para contar con carteles de propaganda destinados a unas elecciones imaginarias. Su meta electoral se sitúa en un futuro lejano, pero Nogreh está dispuesta a ser paciente; después de todo, su amigo el poeta le ha contado que ni siquiera en Europa tienen muchas presidentas. Entonces se entera del destino de su compañera. No hay una reacción inmediata; la emoción es discreta y contenida; las consecuencias de esta muerte serán reveladas en el futuro inmediato de Nogreh, cuando su padre, el fanático, decide buscar una “verdadera ciudad musulmana” donde pasar sus últimos días. Nogreh lo acompaña, convertida en un espectro sin ilusiones que recorre, cabizbajo, los laberintos de un desierto interminable, esperando la muerte sin pronunciar palabra.

Justo antes del viaje final ocurre la escena significativa. Nogreh, su hermana y su padre habitan las ruinas de un antiguo edificio que parece haber sido un palacio. Todas las noches, el padre ordena a Nogreh buscar agua para su caballo. Ella recorre los pasillos vacíos del palacio, siguiendo el sonido del goteo de un manantial invisible, escondido en algún lugar del edificio que nunca será encontrado; camina con cuidado y siguiendo rutas conocidas, para evitar las minas personales, y calza unos zapatos blancos de tacón que son el símbolo de sus sueños de libertad. La noche en cuestión, Nogreh acaba de descubrir que su compañera ha muerto, pero no puede faltar a la obligación que le ha impuesto su padre. Como siempre, recorre el palacio buscando agua, pero esta vez, avanza con resolución inusual por los pasillos de piedra. Taconea con fuerza y velocidad, sin preocuparse por las minas, con una valentía que se parece, peligrosamente, a la temeridad. Al cabo de algunos minutos de insoportable tensión, se detiene, se quita los zapatos de tacón y los arrima de una violenta patada. Los zapatos se arrastran juntos y quedan quietos, uno echado sobre el otro, como dos pequeños animales que rumian su abandono. Nogreh sigue caminando descalza. Al día siguiente partirá de viaje. No se sabe si llegará a alguna parte. Su sueño de ser presidenta ha muerto junto con su amiga.

Película: A las cinco de la tarde. Director: Samira Makhmalbaf. 2003

Monday, August 14, 2006

Niño grande y delincuente


Por Joel Calero

Son muy pocos los cineastas que han ganado dos veces la Palma de oro, el máximo galardón del Festival de Cannes. A ese reducido grupo de privilegiados, pertenecen los hermanos belgas Jean Pierre y Luc Dardenne, directores de “El niño” (L´enfant). La primera vez lo obtuvieron en 1999 por “Rosseta”, una intensa crónica de acentos documentales que escrutaba, con una cámara casi pegada a la nuca de la protagonista, la vida cotidiana de una joven marginal de la boyante sociedad europea: búsqueda de trabajo, alcoholismo de su madre y los dilemas de la ética y la supervivencia.

En esa misma línea programática y estilística se inscribe “El niño”, Palma de oro 2005. El personaje principal es Bruno, un joven ladronzuelo que acaba de tener un hijo con Sonia, tan joven e irresponsable como él. El niño recién nacido se agrega sin problemas a esa atmósfera de frescura y despreocupación con que sus padres pasan los días, hasta que a Bruno se le ocurre venderlo para conseguir algunos euros que le permitan seguir disfrutando con Sonia. Este acto está magistralmente filmado no como un acto de maldad, sino como otro pequeño hurto o trapacería de un joven marginal que, en el fondo, no es sino un niño de la calle, primario y amoral. Sin embargo, lo que Bruno no ha previsto es que Sonia no lo secundará en esta travesura que la excede. A partir de ese punto, empieza entonces un camino de expiación en el que Bruno sufre varios reveses hasta que, cerca del final, asume la responsabilidad de un robo para poder liberar a alguno de los ladronzuelos que dependen de él. Así, Bruno, niño grande y delincuente, descubre su paternidad, es decir, la responsabilidad, en los linderos mismos de su oficio delincuente.

El final de “El niño” es uno de los finales más escuetos, conmovedores y contundentes que hemos podido ver en varios años. Los Dardenne, en medio de una sensibilidad postmoderna que rehuye el trato con los afectos, pueden ser intensamente emotivos sin caer en el sentimentalismo.

Película: El niño. Director: Jean Pierre y Luc Dardenne. 2005

Friday, August 11, 2006

Pop-corn: I'd fuck Elvis

Clarence Worley (Christian Slater): (...) Si tuviera que tirarme a un tipo, si mi vida dependiera de eso... yo me tiraría a Elvis.

Chica del bar: Yo también me tiraría a Elvis.

Clarence: ¿En serio?

Chica del bar: Cuando él estaba vivo. No podría tirarmelo ahora.

Clarence: No te culpo... Así que ambos nos tiraríamos a Elvis. Es bueno conocer a gente que tiene intereses comunes ¿no?

True Romance (1993) dirige Tony Scott

Monday, August 07, 2006

Las chicas rosa

por: Iván Thays
Bob Harris regresa
Estoy de acuerdo con aquellos que piensan que Flores rotas podría ser la continuación de Perdidos en Tokio, en especial por la presencia silenciosa de Bill Murray (el famoso Mr. Bob Harris de Tokio). Sí, la verdad que es como ver "LOST IN TRASLATION 2: Lo que hice después de volver de Japón". No me quejo, pero espero no tener que volver a ver a Murray en una película con esa media sonrisa, el laconismo y la mirada escéptica y divertida sobre sí mismo incluso en los peores momentos. Se agotó el recurso.

Algo perdurable
No tiene pierde una película en la que un sujeto intenta recuperar su pasado visitando a las novias que fueron. El recurso ya me había gustado incluso en una película menos interesante como Alta fidelidad (basada en la novela homónima del melómano Nick Hornby). Todos sabemos, desde que empieza la película, que Don Johnston (Bill Murray) es un hombre egoísta, incapaz de concretar una relación o establecer un compromiso. Se lo grita la rubia que lo abandona con una maleta rosa. Lo dice además la película que ve justo en el momento que ella se va: ni más ni menos que "Don Juan". Pero, sobre todo, eso queda clarísimo en la ansiedad por creer que es cierto aquello que ofrece una ridícula carta rosada sin firma (que podría, al fin, ser una broma de su entusiasta vecino etíope), es decir: un hijo. Parece preguntarse: ¿Puede un hombre desidioso y anodino, que ha hecho su fortuna en un rubro tan antiséptico y deshumanizado como la tecnología y los sistemas informáticos, haber creado un ser vivo, algo verdadero, real? ¿Pude haber contribuido en algo a la humanidad originando una vida? es decir, ¿pudo la fugacidad de mis sentimientos originar algo perdurable, un eslabón más en la cadena de la vida? Si pudo hacerlo, si ese milagro ha sucedido desprevenidamente, él quiere averiguarlo. Es todo. Un planteamiento simple pero lleno de consecuencias.

Amores encontrados
Lo más logrado de la película, sin duda, es la manera como nos muestra los vestigios que esas relaciones furtivas dejan a su paso, estas chicas-rosa, todas rubias y de piernas largas, de personalidades distintas pero todas víctimas, cada una a su hora, del escepticismo de Don. Si no nos había quedado claro antes, luego de ese tour sentimental debe resultarnos obvio que Don Johnston, pese a su frialdad y aspecto inofensivo, fue un tornado cuyo egoísmo devastó la vida de las mujeres que amó. Cada una a su manera, pero todas viven ahora tratando de no quedar más lastimada por los pedazos rotos que les dejó Don (bueno, una ya ni siquiera vive, la pequeña Sherry, a quien le lleva flores a su tumba). Laura (simpática Sharon Stone) se ha convertido en una mujer que se acuesta con cualquiera, una casquivana que entrena a su hija para ser su idéntica, la eterna chica fácil demasiado boba para darse cuenta de que Don es el culpable de su inestabilidad. Dora (Frances Conroy), en cambio, se aferra con todas las fuerzas que su timidez le permite a su matrimonio con un hombre que es el opuesto radical de Don: el sujeto ha nacido para asumir compromisos, hace proyectos laborales, vacacionales y hasta de fin de semana con su esposa, muestra álbumes de fotos, invita a cenar a los ex novios, decora la casa como un catálogo de inmobiliaria (contra el minimalismo ascéptico de la casa de Don). Por otro lado, Carmen (Jessica Lange) opta por la evasión de la realidad, aquel mundo "espiritual" y new age donde se comunica con perros, gatos e iguanas y busca la protección de una secretaria de pantorrillas preciosas y rostro de sargento (magnífica Chloe Sevigny), y sus obvias resonancias lésbicas. Finalmente, Penny (Tilda Swinton) convertida en una vagabunda, una iracunda cowgirl de casa polvorienta a mitad del camino, protegida por sus novios mecánicos y motociclistas, una mujer violenta que no teme decir explícitamente lo que ninguna otra le ha dicho -aunque todas, de alguna manera, se lo hacen notar-, es decir que es culpable de convertir a estas mujeres en minusválidas emocionales. Es Penny la que nos da la exacta medida de Don: un hombre egoísta, ensimismado, incapaz de ofrecer estabilidad y compromiso, evasivo y cobarde (le recuerda a Penny que fue ella quien terminó con él) pero, al mismo tiempo, dueño de una fragilidad y cierto aire cínico que terminó enamorando a esas mujeres guapas (incluida la dulce florista que se apena de sus heridas) de manera inverosímil.

Don Juan o Don Johnson
¿Inverosímil dije? Todos nos preguntamos cómo puede ser verosímil que un sujeto tan desaprensivo y silencioso pueda ser considerado un Don Juan y, sobre todo, conquistar mujeres tan guapas. El mismo Jarmush es consciente de eso y lo resalta en aquella broma recurrente con los homónimos, Don Johnston confundido siempre con Don Johnson (su antítesis visual: el activo, musculoso y bronceado seductor policía de Miami Vice). Como sea, quizá habría que volver a ver Perdidos en Tokio para conocer de cerca el modus operandi de este tipo raro de imprevistos donjuanes: simpáticos, divertidos, frágiles, despistados, cómplices, irónicos. Todo un arsenal de trucos detrás de ese silencio. Una naturaleza que consigue enamorar a mujeres solitarias y con necesidad de meter en su vida hombres menos agrevisos, menos ambiciosos, como la esposa del fotógrafo de moda que interpreta Scarlett Johanson en la película de Sofía Coppola y como todas estas chicas rosas de Jarmush, que alguna vez estuvieron en su apogeo ("las muchachas en flor" de las que habla Proust) pero el amor pasajero de Don aceleró su fugacidad y las hizo madurar convertidas en flores de tallos quebrados.

Película: Flores rotas. Director Jim Jarmush. 2005